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De por qué me gusta viajar en cebollero
Mauricio Carreño

Explicaré brevemente el por qué de mi preferencia a viajar en el sistema masivo “tradicional” en lugar del Transmilenio.

Para comenzar me voy a referir al acceso al medio de transporte; nada como el libre albedrío de tomar la buseta, bus , ejecutivo, microbús o cebollero donde bien te parezca: a una sola cuadra de tu casa, en pleno semáforo en verde, en la mitad de la calzada haciendo caso omiso a los pitos de la moto Yamaha XT-125 conducida por un mensajero sudoroso que amenaza con arrollarte. Qué grata sensación correr detrás de una buseta un par de cuadras, en pro de mi condición física claro esta, teniendo en cuenta mis hábitos más bien sedentarios y mi dieta un tanto grasosa, bienvenida la “trotada”.

Paralelamente el sistema de vanguardia establece solo 76 estaciones de acceso a sus berlinas en detrimento del rápido acceso desde nuestras ubicaciones al medio de transporte. ¿Quién no ha disfrutado de las celebres filas en el banco, en el cine, en el estadio, en la caja registradora de cualquier supermercado, en el aeropuerto, entonces porque no molestarse sumándose a las filas de Transmilenio?.

¿Hay algo más bogotano que los avisos de las tablas: Columnas-Germania-Calle 19-027-Américas- Kennedy Carrera 7, 039-Matatigres-etc., etc. de colores festivos en perfecto contraste con el gris plomizo de la gran ciudad?. Algo digno de mostrar. Portal de la 80;Portal del Norte; Las Aguas; Portal de Usme; Portal de las Américas; avisos despectivos que se desdibujan a lo lejos en los importados tableros electrónicos de los metro buses quizás colocándonos a tono con las grandes capitales del mundo. A la Bogotá noctámbula los buses rojos iluminados le dan una apariencia de tinglado cosmopolita, un aire de grandeza que nos hace pensar que ya hemos vencido el subdesarrollo, disimulando así nuestro rezago tecnológico. Transmilenio la cruza de extremo a extremo, y la primera vez que los vimos desplazarse creímos que finalmente habíamos salido de pobres.

Además de ser seres sociales, sexuales, también somos seres en constante economía, así rezaba el postulado de un benemérito maestro en la facultad y aquí me quiero referir dejando el orgullo en la casa, precisamente a la forma de pago del sistema de transporte. No con poca frecuencia levanto mi atenta mirada a los vidrios panorámicos del sistema de transporte tradicional buscando estrellar mi mirada en una pegatina con los caracteres $800 diurno, $900 nocturno y festivos, que por lo demás, coincida con la ruta por mí demandada, mientras que mi mano izquierda dentro del bolsillo hace un análisis dactilar de alta velocidad estableciendo el saldo monetario del que dispone mi economía; gesto que no menoscaba la precariedad de mi bolsillo con resultados un tanto beneficiosos para el mismo.

Si por alguna razón dispongo de un billete de gruesa denominación, aprovecho la ocasión para cancelar el servicio con varias monedas que reunidas no superan la cuantía de $500, con la excusa de no disponer de más sencillo y por sobre todo, de no molestar al respetable señor conductor haciéndome entrega del cambio de un billete de $50.000 y de paso, toscas palabras en las que inmiscuye por alguna indeterminada razón a mi señora madre.

Absolutamente impensable pedir rebaja en la compra de un tiquete a la niña que viste una chaqueta abullonada color caqui en armonía con una gorra del mismo color con el eslogan bordado de la compañía que reza: “el amigo que nos cambio la vida”.

Rumbo a la universidad abordo en la mañana el cebollero, escucho el ya clásico cliquear metálico del torniquete, perdón, de la registradora que señala un número ininteligible de criaturas transportadas en sus entrañas. Una vez abordada, la Consentida, la Ruquita, Mayerly, la Caponera; o como quiera que el ilustre propietario haya bautizado en vernáculos nombres a su berlina otorgándole cierto matiz de personalidad de acuerdo con su carácter, procedo a tomar asiento;

¡Qué gozosa sensación de confort!; Welcome to the Jungle; cantaba Axl Rose en sus años mozos, ahora, la misma melodía era reproducida en la radiola del cebollero como dándome la bienvenida a la espesa jungla de cemento, vehículos y humo que componen la arquitectura de la ciudad. Loables sillas acolchadas adornadas por rupestres graffitis de los comandos azules, la fúnebre, los Gars y toda suerte de mensajes amorosos encerrados por corazones como Natalia y Carlos forever , Maritza I love you, Charlie y George se aman. Sí, porque de esos también se ven, además de respetables nombres de parroquianos de no tan respetable reputación acompañados de su respectivo número telefónico y como si del muro de las lamentaciones se tratara son plasmados para la posteridad.

El amigo que nos cambio la vida nos ofrece unas sillas fácilmente lavables con agua y jabón cuya pulcritud es respetada al unísono por sus usuarios. Avisos publicitarios del banco gestor de ese megaproyecto y del Baloto nos hacen soñar despiertos (y de pie) en un futuro menos precario en donde no tengamos que rozar nuestro trasero con otros parroquianos en la comodidad de un Audi A4 y que por casualidades del destino uno de esos flamantes vehículos se acomoda junto a nuestro bus carmesí, el acaudalado conductor mira con cara de estupor la capacidad inconmensurable de transporte del sistema de avanzada, dándole gracias al creador por sentarlo en el bando de la inmensa minoría.

Pensé en objetar al señor conductor por el sobrecupo morcillón de los buses rojos pero me encontré con un aviso más bien despectivo: Prohibido hablar con el conductor; sórdido mensaje que me desmotivó a formular un reclamo que sin dudad no iría para ninguna parte.

¿Qué otra ciudad del mundo puede ofrecer música en vivo en su sistema de transporte a los oídos más exigentes de sus coterráneos de las más diversas estirpes en géneros tan variados como el vallenato, música andina para no olvidar sus raíces, pasando por un improvisado y muy urbano rap con sonidos guturales incluidos, música llanera e incluso la tecnoranchera?

 

Con absoluta maestría es interpretada La Tierra del Olvido; en una guitarra marca la ibaguereña; más curtida y aporreada que su dueño, pasando por bolero falaz;, y otras tonadas que de antaño hicieron las delicias de nuestras tardes de ocio. Un joven violinista del conservatorio de la Universidad Nacional interpreta Las cuatro estaciones de Vivaldi en la 100 con 15 para un publico dizque más refinado, un mimo con ínfulas de cuentero nos relata la historia de un hombre que en su trasegar se enfrento a toda clase de dificultades para buscar la felicidad que nunca encontró, relato por más fantástico que parezca no esta lejos de reflejar la realidad del día a día.

Del dramatismo del mimo pasamos a una escena de horror: contemplamos con hedor las tripas de un bovino pegadas al abdomen de un ciudadano que afirma haber sufrido un accidente mientras nos suplica una limosna para su recuperación; los mancomunados esfuerzos de los pasajeros suman una no despreciable suma que con seguridad será invertida esa noche en comprar un frasco de aceite vegetal complementado de papas fritas para devorar una libra de chunchullo que recorrió los lugares más indómitos y exclusivos de la ciudad.

Nada más que abordar el sistema de transporte masivo de un país para ver reflejada su cultura; es un indicador inequívoco; eso lo pude comprobar al tratar de salir de un Transmilenio y digo tratar; porque una vez abiertas las puertas una avalancha humana se abalanzo sobre mi indefensa y escasa humanidad; hombres y mujeres compitiendo por una silla bien calientita, la alienación de una sociedad vacía y despersonalizada que nos ha enseñado a competir desde muy temprana edad.

Entiendo que las comparaciones son odiosas, son utopías esperar un paraguas propiedad del estado a la salida de Transmilenio en día lluvioso al servicio de sus usuarios que muy obedientes lo devolverán de donde lo tomaron, como también sería utópico pensar en que alguien deje reposar la silla media hora antes de sentarse, todos estos comportamientos típicamente japoneses, son indicadores como barómetro de cuan lejos estamos de la verdadera civilización en nuestras mentes.

El filósofo alemán Karl Marx, en su interpretación económica de la alienación, sostenía que las personas estaban alienadas de su propio trabajo, ya que al no poseer los medios de producción, otra persona (el propietario o capitalista) se apropiaba de su trabajo que pasaba a ser obligatorio y no creativo, esto frente al cúmulo de inestabilidad y deseo de superación que experimenta el colectivo son el caldo de cultivo excepcional para dejar colgados en el ropero el sentido de la medida y las buenas costumbres. Caos y alienación homogénea a la orden del día en donde es más probable que Nueva York se parezca a Bogotá a que Bogotá se asemeje a Nueva York.

La solitaria travesía por la ciudad suele abstraernos en la maraña de nuestros propios pensamientos, pensamientos que saltan de un lado a otro como gusano en braza, a la par con un apetito intempestivo que nos azota en cualquier semáforo o trancón, situación fácilmente finiquitable para cualquier asiduo pasajero de bus urbano con la amplia oferta de toda clase de manjares que se nos ofrecen por los rebuscadores tales como galletitas, chocolatinas, dulces, chicles, Quimbayas, melcochas, almojábanas y otras delicias de la gastronomía callejera a precio de huevo; nada como disfrutar de el paisaje bogotano mientras se saborea una rica golosina y se espera salir del trancón, a, y no olvide no arrojar el papelito dentro del vehículo, ya que esto afecta su trabajo.

Para aquellos que como yo, somos más urbanos que una buseta, la ciudad a cambio de repelernos nos atrae cada vez más, y ésta a su vez nos pone al alcance de la mano en nuestro medio de transporte la oferta de un amplio abanico de mercaderías que van desde comestibles, artículos escolares, cepillos de dientes, pasando por imágenes religiosas, escapularios, dijes para atraer el amor y el dinero, mapas de Colombia, cursos relámpago de Inglés, purgantes, ungüentos, cremas y otros menjurjes; estrategia que se encaja perfectamente a los códigos de la modernidad; una clase de merchandising suburbano que emerge desde la desesperada miseria en donde no es el cliente el que busca el producto sino todo lo contrario: el producto busca la mano de un futuro dueño para poder
cobrar vida.

Es decisivo adoptar métodos menos ortodoxos a la hora de plantear soluciones a los problemas de transporte de la ciudad. Transmilenio es a todas luces un sistema que se acuña como pañito de agua tibia para las necesidades de movilidad de la gran ciudad, en donde tarde que temprano se hará imperativo el desempolve de los estudios de la construcción de un metro y por qué no decirlo de acarrear
con una deuda casi impagable por los próximos 100 años.

Es materia de culto entre los propietarios de busetas y ejecutivos el ataviar con cierto barroquismo el vidrio posterior del vehículo con toda suerte de trabajos pictóricos que evocan reminiscencias de sus ciudades natales: Ibagué te llevo en el corazón; Honda ciudad de los puentes; Pereira que berraquera; además de siluetas de mujeres desnudas, aviones de combate, la Virgen Maria, perfiles de Nueva York, imágenes cliché que se enarbolan rompiendo la cotidianidad de una ciudad que pide a gritos ser observada, atendida, escuchada y respetada; iconos que se articulan reflejando casi como un espejo los gustos del común, sus creencias, sus sueños y sus recuerdos.

A grandes problemas grandes remedios y ante la falta de solidaridad ante personas discapacitadas, mujeres embarazadas y ancianos para tomar asiento en uno de los abarrotados buses, que mejor que crear asientos preferenciales, sillas con jerarquía, símbolos colectivos que se respetan más por su calidad de iconos más que por el origen por el que fueron creados.

¡¿Caballero, es que no le va a dar la silla azul a la señora?!- le espetó con cierta arrogancia un ejecutivo de la generación yuppie a un hombre que dado su aspecto parecía ser un asalariado, con el rostro curtido más por el ardor de la desesperanza que por los rayos de sol, duro batallador del día a día, un vasallo al servicio de los intereses de otros y que muy seguramente por los excesos de su jornada (y los de su jefe) se encuentra tomando un merecido descanso por casualidad en una de las exclusivas sillas azules destinadas únicamente para personas con discapacidad, mujeres embarazadas, niños de brazos y adultos mayores. Yo me pregunto:

¿Será que los lambones de Transmilenio tienen un don adivinatorio especial para saber que discapacidades tiene un hombre que se sienta en una de estas sillas? Tal vez al hombre le duelen los testículos y esto califica como incapacidad, tal vez sufre de esquizofrenia y esto entra también como discapacidad, quizás no tiene dinero para llevar a su casa, eso también es una discapacidad.

Imágenes pintorescas de un conductor con cruceta en mano, el zapatito de un niño colgado del vidrio delantero, el timbre inservible en la puerta de atrás, y otras escenas urbanas irán desapareciendo, mientras tanto montado en la jeva; al son de ay hombe, olvidarla es imposible...! Yo termino de escribir este ¿articulo? disfrutando del paseo rumbo a mi casa.

 
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La Silla Eléctrica es un desaparecido programa de la Radio Nacional de Colombia en su frecuencia Radiónica. Ahora es una especie de portal o algo parecido a eso.
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