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Sobre el recuerdo y la carencia
Sergio Roncallo Dow

Recordar es, probablemente, una de las cosas que más me disgustan. Esa elongación de un pasado que doy por muerto pero que aparece y reaparece cada vez en mí. Recordar es un acto reflejo: ¿Cómo explicar que aquello que deseo borrar vuelva insistentemente a mí como una suerte de maleficio?

Sin duda, el recuerdo enferma: lo siento en el estómago y en mis venas, en mis párpados y en mi boca. El recuerdo es indeleble e inevitable. Recuerdo, tatuaje.

Qué difícil es olvidar. Vale la pena decir que no tengo idea de lo que es el olvido, de lo contrario estas líneas carecerían de sentido. Baste decir aquí que el olvido es algo que deseo y que me ha sido muy esquivo. Por eso odio las fotos, los videos caseros y los mensajes guardados en una carpeta del correo electrónico. Odio el culto a la memoria y detesto los objetos que no son objetos sino signos de un pasado que niega su propia condición y condena al sujeto bajo la forma de un presente eterno. Odio recordar. Es doloroso.

Sin embargo lo más curioso es que aunque lo que ya pasó no importe o, al menos, carezca de importancia (que no es lo mismo) el recuerdo es como un fantasma que se niega a abandonar nuestra morada. No hay exorcismo que valga.

No hay recuerdos gratos: lo infeliz atormenta y lo feliz despierta la añoranza, en ambos casos, carencia. Entonces...¿Para qué recordar? No tiene mucho sentido y sin embargo, siempre estamos en eso. Esta es una vida de recuerdos.

Cuando alguien se va te da algo y te dice: “Para que te acuerdes de mí”. Una carta, una bufanda o cualquier otra de esas tonterías que hemos inventado. De nuevo: “¿Para qué recordarte?” No hay felicidad en el recuerdo y vivir del recuerdo es como no vivir. La memoria debe ser quemada.

El fuego ha dado una gran lección que los hombres se han negado a aprehender: lo efímero. ¿Por qué le tememos a lo efímero, a lo fugaz?

Hemos hecho del tiempo una suerte de unidad de medida y nuestra vida transcurre en horas minutos y segundos. Así es, hemos numerado nuestro existir y llevamos el medidor atado a nuestra muñeca.

El tiempo, como el recuerdo, nos hace esclavos. Somos verdugos y defensores de nuestra libertad.

Patética existencia, comedia ridícula llamada vida en la que no nos atrevemos a ser libres: vivimos del pasado y nos atamos a él como un buque a un puerto seguro. Recordamos: en medio del recuerdo se perdió la vida.


 

Odio recordar y sin embargo lo hago porque también soy un hombre: débil, imperfecto, temeroso. Busco en el recuerdo algo de seguridad, un poco de consuelo..!Cuán infeliz me hace esta búsqueda! La memoria debe ser quemada.

Muchas veces toco la guitarra y veo que los sonidos pierden su propia condición y se convierten en dispositivos de evocación, en herramientas de recuerdo, en utensilios para la memoria: en cadenas. ¿Qué hacer? Debo renunciar a la guitarra, apartarla de mis manos y cesar la música . debería, pero simplemente no puedo y me sobreviene la desesperación.

Odio recordar, pero lo hago. Odio olvidar el presente y dejar de pensar en el futuro, me diluyo en mis recuerdos y sólo encuentro allí algo más de angustia.

Algún gran filósofo afirmaba que todo conocer es recordar... sus palabras son hermosas pero su tesis algo perversa. El recuerdo nos ata: la libertad consiste en liberarse de esas ataduras y abandonar la caverna de recuerdo. Recuerdo es tristeza. De nuevo, no hay recuerdos que traigan felicidad. Recordar es la incapacidad de terminar. Recordar es tematizar y hacer presentes las carencias, todas ellas. Un rostro, una época, un momento: no me atrevo a dejarlos ir, por eso los recuerdo.

Pero muchas veces me doy cuenta que el acto mismo de ser humano es un ejercicio de memoria: nos obsesiona la historia. Gruesos volúmenes que narran las gestas de los antepasados pueblan las bibliotecas.

Conmemoramos lapsos temporales y traducimos en imágenes todo aquello que ya no está presente: nos avocamos a una ingenua búsqueda de la inmortalidad que, creemos, nos hará felices. Nos tomamos fotografías y retocamos digitalmente la imagen para inmortalizarnos como no somos: intentamos prolongar una no existencia vacua. Nos repetimos exponencialmente en algo que no somos y con ello creemos ser libres y felices.

Una sonrisa me invade en este instante....me río de aquello que llamamos “condición humana”. Me río de nuestras pretensiones de inmortalidad y del culto al recuerdo. Pero también (y posiblemente con mucha más fuerza) me río de mí mismo y de lo absurdas que resultan estas líneas.



*Sergio Roncallo Dow es filósofo, músico y escritor. Entre sus innumerables aportes a la cultura se encuentran Pollito Chicken, reconocida banda bogotana, Los Gemelos Fantásticos y, más recientemente, Los Pusilánimes y los Hermanos precarios. Por si esto fuera poco Sergio es colaborador ad honorem de La Silla Eléctrica como productor musical, locutor y escritor.

 

 
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