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¿Algo peor que el reggaetón?
Andrés Ospina


“Señoras y señores,
bienvenidos al party,
agarren a su pareja y preparesen (sic)
porque lo que viene no está fácil”

Ivy Queen

Por manido y anacrónico que suene, no sobra poner de manifiesto el porqué de un subjetivo, aunque tal vez justificado aborrecimiento al ritmo y su moda.

Empiezo por decir que desconozco la correcta ortografía del término. No sé si deba escribirse reggaetón –que sería la forma anglosajona de la palabra– o reguetón – algo así como su derivación hispanohablante–. Y dudo que algún lingüista se haya pronunciado hasta ahora a tal respecto.

Optaré entonces por la segunda, en esencia porque se me antoja tan burda como “croasán” o “eslogan” y porque si hay algo a lo que en el cosmos entero deba motejarse de burdo y ordinario eso es el “reguetón”. A veces resulta imposible el evitar disentir de la Real Academia Española, con el perdón de sus eméritos miembros.

Lo oí por primera vez en un hacinado autobús de servicio público, que a mi juicio es el espacio de aprendizaje etnomusicológico popular por excelencia en nuestro país. Bien lo decían Los Amerindios en ese viejo clásico del folclor andino: Si quieres conocer al pueblo colombiano, ¡Súbete en un bus, de servicio urbano!

No en vano la abrumadora mayoría de colombianos se ve avocada a hacer uso de éstos sin importar cuan incómodo e inhumano pueda lo anterior resultar para el atribulado ciudadano o hasta qué grado su olfato o tímpanos sean violentados por los pestilentes aromas circundantes o los no menos repulsivos caprichos discográficos del señor conductor.

Bien recuerdo esa nada memorable oportunidad cuando mis órganos de sensación auditiva fueron embestidos sin miramiento alguno por vez primera gracias a los compases iniciales de una insoportable canción cuyos versos iniciales rezaban: “Yo quiero bailar, tú quieres sudar y pegarte a mí, el cuerpo rozar. Y yo te digo sí, tú me puedes provocar, eso no quiere decir que pa’ la cama voy.”, aclarando de paso que el anterior convenio no implicaría compromisos de ayuntamiento sexual ulterior por parte de la intérprete y su eventual compañero de baile.

Dos jovenzuelas que no pasarían de los 17 y ubicadas justo en la silla tras la mía seguían la melodía con el clásico seseo tipo tweeter que caracteriza a las improvisadas cantantes pasajeras de buseta, mientras los mozuelos que las acompañaban, quienes para entonces –en gesto caballeril– ya habían cedido sus puestos, marcaban altivos el compás chocando sus anillos contra las barras metálicas del vehículo.

Poco duraría mi cándida idea de que el mencionado ritmo era tan solo apetecido por los oídos de cuatreros y proletarios no culpables de nada distinto a la ramplonería inherente a nuestra colombiana condición, presente al menos en grado mínimo en cada uno de nosotros.

Pasaron pocas semanas hasta poder comprobar, mientras experimentaba una indecible mezcla de decepción, mofa y dolor, que un vasto número de representantes del estudiantado de las más reputadas entidades de educación superior bogotanas se extasiaban en igual o mayor forma ante esta aberración musical y que la danzaban sin pudor o recato alguno mientras la condensación de sus transpiraciones mezcladas se concentraba en el techo, produciendo densas gotas de solución salina. Fue en uno de esos centros de beodez y vallenato romántico ubicados en las inmediaciones de las universidades cuyos nombres suelen ser del tenor: La Rectoría, El Decano o La Secretaría.

Vi entonces a sus amorfos cuerpos contorsionarse en orgiástico y guayigol ceremonial arrítmico mientras coreaban las eméticas frases: “Voy a besuquiarte (sic) toda” “Que mi único pecado fue amarte y ser dueño de todas tus partes” y la mejor de todas, la amenazante “Dime si algún hombre te incomoda pa' reventarlo y que sepa que no estás sola”, todas ellas haciendo gala del más acendrado de los regustos letrísticos, a la manera de Dylan, León Gieco o Leonard Cohen.

Pues bien, debo decir con el más hondo de los respetos que, pese a las muchas contribuciones culturales y musicales de Puerto Rico a la sabiduría y disfrute del mundo (Menudo, El Gran Combo o Robby Draco Rosa, entre muchos otros) algunos de sus connacionales han sido también fautores de las peores monstruosidades idiomáticas, mediáticas y sonoras.

Me refiero por ejemplo a los inmigrantes de Miami quienes junto a la cubana Cristina Saralegui solían responder a preguntas insolentes como ¿Qué tú sentías en ese momento cuando tu padre te estaba violando? o al género musical objeto del presente texto.

¿Qué podrán estar pensando, en donde quiera que estén Peter Tosh, Jimmy Cliff o el mismísimo Bob Marley, al ver que, por cuenta de unos impertinentes poderosos de la industria musical, existe un ritmo que apelando al antiguo y sacro reggae al que ellos hicieron grande ahora dice ser su heredero directo?

Me duele hasta la médula el simple hecho de atravesar las calles que circundan al horrendo Centro Comercial Atlantis Plaza y comprobar que pese al seductor y halagüeño precio de la cerveza, en lo que a la oferta musical impartida por las fritanguerías y establecimientos doblados de bares se refiere, dividen honores igualitarios los desaguisados vallenatos románticos, la “salsa cama” y el reguetón.

No se trata de moralismos decimonónicos ni de nada que se les parezca, sino de un mínimo sentido estético en cuanto a lo que las líricas representan. No tengo nada en contra de las danzas eróticas y, por demás, gusto del blues y de otros ritmos en modo alguno eclesiásticos.

Es decir, si de insinuaciones eróticas se trata, sería mejor oír a AC/DC pronunciar un sugestivo "You shook me all night long" que a Lennox & Zion declarar su deseo de: ¡Azotarte! ¡Perriarte! y ¡Conectarte! Y con esto digo, y lo confieso, tal vez el reguetón sería más soportable si no estuviese acompañado por letra alguna.

Hablaba hoy con dos amigas, ambas menores de 15, en busca de alguna luz libertaria que me llevase a comprender el por qué de la inmensa acogida del reguetón en nuestra comunidad adolescente. Sé bien que no hay nada de nuevo en este tipo de fenómenos. De hecho, está claro que no es esta la primera vez en donde algo así tiene lugar. Desde que memoria tengo ha acontecido toda suerte de exabruptos sonoros.

Volvamos por un instante a aquellos tiempos en los que dábamos inútiles e infinitas vueltas al dial de nuestros radios con la débil esperanza de encontrar algo distinto que oír a la “Mamita rica y apretadita” o al General y su Meneito, cuando los fondos de empleados de empresas venidas a menos pagaban a sus miembros cursos intensivos para aprender a bailar “Sexo, Ibiza, Locomía” y Rumba, Samba, Mambo o cuando Big Boy nos contaba de su Chica de la voz sensual para luego plañir sin consuelo diciendo: “Yo quiero volver a quererte volver a tenerte cerca de mí, mis ojos lloran por ti, girl”.

El caso es que ambas estuvieron de acuerdo al afirmar que, según su entender, el reguetón obedece a su posible cualidad de válvula de escape para un instinto no satisfecho, y me refiero por supuesto a la consumación coital. Algo parecido había ocurrido con las picantes líricas del “Cachete con cachete, pechito con pechito”, hace alrededor de 10 años o con el “Me muero de las ganas” de Los Tupamaros, un noble, aunque ordinario intento por establecer una campaña de salubridad sexual.

Y sí... puede tener algo de sentido. Perdóneseme si soy en extremo proextranjero o anglófilo, pero hay serias diferencias entre cantar como lo hacía Jimmy Hendrix a su Foxy Ladie: “You know you’re a cute little heartbreaker” y soportar a Héctor y Tito gimoteando: “Gata salvaje, aquiétate. Gato salvaje aquiétate tú. Ya te quiero ver sudar y que me aruñes más. Yo soy tu gato, tú mi gata, bailemos toa (sic) la noche” ¿Qué grotesca imaginación puede ser capaz de fraguar tamaño despropósito musical?

¿Por qué demonios será que la inmensa mayoría de latinos residentes en los Estados Unidos de América han hecho del reguetón o Telemundo Internacional la carta de presentación del mundo suramericano en el país de Bush? ¿Será acaso una venganza en respuesta a las impertinencias cometidas por parte del primer mandatario norteamericano para con el tercer mundo?

De hecho no hay estaciones de radio ni canales de televisión de peor calidad que aquellos manejados por latinos en Estados Unidos. Pero las cosas no andan mejor. Con ruines finalidades mercantilistas estaciones como La Mega y espacios televisivos como Play TV han inoculado el reguetón como si este fuese la necesaria banda sonora para la actual generación adolescencial.

Hoy veo con dolor y repugnancia a las parejas ejecutoras del astroso ritmo contorsionándose cual sierpes furiosas mientras ejecutan pasos insinuantes cuyos nombres se hayan, desde luego, a la altura de la música misma. Pero... ¿Qué se puede esperar de las acrobacias inspiradas en líricas como: Esa jevita está enterita, tiene tremendo culo, está tan linda, está tan rica y tiene tremendo culo”? Me quedo con los días de KC and The Sunshine Band y: Shake your Booty.

¿Y qué decir de los danzarines cuando, presas del éxtasis motor exhalan ciertos hálitos guturales mientras exclaman en onomatopéyico gesto sonidos incomprensibles y desenfrenados como “Ra, ra, ra, ra, sa, sa, sa”, cada sílaba con un intervalo propicio de uno o dos segundos?

Uno de los supradichos pasos, “El Sándwich”, no es otra cosa que un remedo de emparedado en donde dos homínidos del mismo sexo aprietan con celo febril entre sus cuerpos a un tercer representante del opuesto, quien a su vez, de ser macho, comienza a exhibir su tolete viril oculto bajo el pantalón en gesto desafiante, y -de ser hembra- humedece las prendas de sus compañeros de faena con profusas sudoraciones. Otra es “El paso de la camita” simulacro profano de los embates subyacentes a la cópula.

No me anticiparé a decretar la muerte necesaria del reguetón por temor a ser una más entre las víctimas de maldiciones del tipo: Trágate tus palabras porque después de dos años sigue vivo. Pero, con quimérica aflicción, espero en bien de la humanidad azotada por las disonantes notas y las vulgares letras procedentes de las cantinas, tascas, discotecas, whiskerías, tabernas, bares, casas de lenocinio, latrocinio y demás, que sus días estén contados.

*Andrés Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica. La cerveza, The Beatles, el Quindío y Bogotá se encuentran entre sus mayores intereses.

 
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