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El aliento de Colombia
Andrés Ospina

Soldados sin coraza
ganaron la victoria;
su varonil aliento
de escudo les sirvió.

Himno nacional de la República de Colombia
Letra de Rafael Núñez.

Así como existen palabras cuya pronunciación trae consigo ideas deleitables y magníficas (acuarela, titiritero, ámbar, saltimbanqui), también hay otro tanto cuya inevitable asociación fonética genera repudio, no importa a qué concepto pretendan referirse.

Hablo -por ejemplo- del nada sonoro "crepúsculo", del audiblemente poco apetecible "sancocho" o de la popular, pero en modo alguno bien sonada ni suculenta goma de mascar en pastillas "Tumix".

En este último caso la simple mención del citado nombre propio me avoca a la idea de tumefacciones cerebrales malignas e irreversibles. Nada difícil de adivinar es la proximidad evidente entre la raíz latina tumefactum, supino de tumefacere, cuyo significado nos remite a una especie de montículo o prominencia patológica producida por la proliferación anormal de células en determinada zona de la estructura corpórea animal.

No me detendré sin embargo en honduras etimológicas ni etiológicas, sino más bien en una suerte de conjeturas, acaso inconexas de las que el reputado producto ha sido blanco por parte de mi mente obsesa y de otras mentes, también obsesas.

Lo he venido pensando desde hace años sin conferirle trascendencia alguna hasta hace algunos días, cuando -bajo el efecto de una munificente dosis de cerveza en la cigarrería ubicada en los bajos del conjunto de edificios en donde resido- mi querido amigo, el Señor A.A. manifestó en forma espontánea el compartir conmigo su interés a tal respecto. Me habló sobre todo del cómico e inquietante slogan emblema de “El aliento de Colombia”.

Cuando por vez primera oí hablar de “Tumix” fue a través de una agresiva campaña televisiva en la que se ofrecía “aliento fresco” a cambio de “tan solo” 100 pesos, un ínfimo y seductor precio en tiempos en los que una infeliz cerveza Costeña se acercaba dolorosamente a las 1000 unidades.

Luego vendría el famosísimo comercial, transmitido sobre todo durante ceremoniales balompédicos televisados, y sus poco afortunados versos de pop tropical a la manera de Mauricio y Palo de Agua rezando: “Tumix es el aliento de Colombia / el aliento de corazón / y la esperanza fresca / el aliento tricolor”.

Pues bien. Me pregunto yo cuál es el aliento de Colombia y también si la pluralidad aromática de hálitos nacionales puede sintetizarse en uno solo, teniendo en cuenta la diversidad gastronómica típica de nuestro país en donde comparten manteles platos tan diversos como el bofe, el cocido boyacense, la pepitoria, la crema de pata, la arepa con hogao y demás manjares criollos. En suma: Una gama olfativa entremezclada con cebolla, productos cárnicos, ajo y condimentos fuertes tan solo amortiguados por colutorios de Astringosol, Listerine Cool Mint o, en los más naturalistas casos, de cardamomo.

La empresa, harto dificultosa, parece haber sido no obstante llevada a cabo con decoro gracias a la industria peruana con filial en Ecuador “Confiteca”, nombre, ese sí, bastante melodioso y sonoro.

Según me informó el buen Señor A.A. hubo un popular comercial peruano en los ochenta, parodiando la lírica del superguayigolizado pero al fin y al cabo gran clásico de Queen We Are The Champions con la consigna: “Somos los campeones, somos Tumix, somos los campeones del sabor... fresa, naranja, chicha y frambuesa... chiclets Tumix es para ti... ¡Chiclets Tumix, los campeones del sabor!" Ante tal letra solo me restó preguntarme: ¿A qué demonios sabe un chicle de “chicha”?



 

 

El caso es que, recapitulando, Confiteca y sus Tumix han relegado a Adams y su tradicional caja de Chiclets a una deshonrosa y segundona plaza, tanto en el país inca, como en el meridional, y por extención en Colombia. Cosa triste, teniendo que cuenta que Mister Thomas Adams, fundador de la clásica firma, estableció la primera fábrica de goma de mascar en New York, tras haber intentado utilizar la materia prima en la fabricación de llantas por allá en 1871. Un pionero, sin duda. Y duele cuando a un pionero se arrebata su liderazgo, adquirido por derecho propio.

Detector de aliento

Nuestra charla siguió versando -sin guardar relación alguna con el tema chicleril- acerca del martirio y la humillación que supone para cualquier colombiano la obtención o revalidación de la Visa estadounidense. Con mayor razón ahora, cuando, quienes habíamos creído superado ese incómodo óbice, habituados a renovar el documento mediante la simple contratación de una agencia de viajes intermediaria, nos vemos hoy obligados a presentarnos frente a los funcionarios del consulado norteamericano para dar fe de nuestra honorabilidad y solvencia.

Jamás lo he hecho, pero sé de fieles fuentes que el proceso tramitacional es engorroso y traumático. Se deben pagar altas sumas de dinero sin derecho alguno a reembolso. Tenemos que comprobar mediante documentos fidedignos una solvencia económica tal que satisfaga las expectativas del interlocutor. Es preciso demostrar que no traemos a cuestas intención alguna de establecernos en la “tierra de la libertad”. ¡Como si todos quisiéramos quedarnos! Y lo más triste de todo, debemos someternos a largas filas para culminar en una ventanilla de diez pulgadas de espesor en donde, cual reos, nos comunicamos con el entrevistador mediante un auricular.

Luego somos cuestionados con respecto a nuestros propósitos, líquidez y propiedad raíz. Cosa extraña pues -al parecer- no existe criterio claro alguno de selección. Después de todo bien es sabido que muchos honorables connacionales son rechazados mientras que para otro tanto, compuesto en su mayoría por mulas, asesinos a sueldo y demás representantes de todas las especializaciones delincuenciales, las puertas de los Estados Unidos se abren.

El caso es que el Señor A.A. y yo comentábamos acerca de las posibles razones que llevan a los probos encargados de seguridad en la embajada de los Estados Unidos en Colombia a tomar tan rigurosas medidas de seguridad. Me refiero en concreto al infranqueable cristal que separa al verdugo angloparlante de la doliente víctima colombiana.

¿Temerán acaso que alguno de los “no admitidos” arremeta en histérico e irracional acceso de irascibilidad contra la integridad física del artífice de su desgracia? ¿O, yendo aún más lejos, existirá posibilidad alguna de que tal barrera transparente haya sido impuesta con el propósito de proteger al honorable reducto consular del -a su olfato desdeñable- “aliento de Colombia”?

Fuimos, incluso, más lejos e imaginamos a los cubículos-despachos de los catones modernos como una especie de recintos ultratecnificados con cámaras dotadas de un avanzado software criminalístico destinado a establecer rasgos fenotípicos de potenciales infractores de la ley o, aún peor, con dispositivos para análisis olfativo, capaces de detectar, a varios metros de distancia, el famoso “aliento tricolor”.

Ante tan incoherentes reflexiones de parte del Señor A.A. y yo mismo, me queda poco por decir, aunque trataré de hacerlo.

Dudo, para empezar, que haya una mayor incidencia de halitosis en la población norteamericana que en la colombiana, por lo que tal menosprecio al “aliento de Colombia” se quedaría sin fundamentación dialéctica y olfatoria alguna.

Segundo: Creo que Ecuador y Perú han tomado la delantera en lo que a gomas de mascar se refiere, arrebatándonos nuestro propio aliento, sin duda uno de los pocos patrimonios que nos quedaba.

Tercero: Empero veo con alegría un nuevo hermanamiento de los países andinos bajo un solo aroma, una sola bandera, el aliento tricolor y el aliento de Colombia, aunque no entiendo por qué insiste la ya multinacional Confiteca en hacernos creer dignatarios de una soberanía nacional a partir de la goma de mascar, goma a la que yo llamaría, de mascullar: De mascullar nuestra pobreza, indignidad y amargura. ¡El aliento del corazón!

*Andrés Ospina es codirector y cofundador de La Silla Eléctrica. La cerveza, The Beatles, el Quindío y Bogotá se encuentran entre sus mayores intereses.

 
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